Cien años de soledad es sin duda mi libro paradigmático. Como la inmensa mayoría de los adolescentes el acto lector (autónomo, placentero, independiente) era algo que no estaba en mi presupuesto de vida. Sería la extraña combinación de circunstancias la que me llevaría a su contacto: la extinta estación de radio, en amplitud módulada, de la Ciudad de México, "Espacio 59"; las horas que pasaba acomodando (y desacomodando) la biblioteca familiar en casa de mi abuela paterna y la suerte de que en tal acervo existiera un ejemplar de la novela en cuestión.
En la radiodifusora mencionada a menudo hablaban de libros. Mi condición ajena al mundo de las letras, los libros y la literatura, propiciaban que confundiera El laberinto de la soledad con Cien años de soledad. Hasta ese entonces, en mis pletóricos 17 años, sólo había leído completo el libro Canasta de cuentos mexicanos de B. Traven. Además de identificar, y saber de memoria, algunos versos de Neruda, principalmente de los poemas XV y XX. No se piense con ello que la poesía era mi fuerte. No. Porque así como confundía los títulos de las obras de Paz y García Márquez, de pronto me encontraba cantando "Nocturno a Rosario" a ritmo de "Ella", que recitando la canción de José Alfredo Jiménez como si fuera obra de Acuña, y sospecho que más de una vez intercambié versos.
Durante las visitas a casa de mi abuela aprovechaba y pasaba horas en uno de mis espacios predilectos: la sala, puesto que allí se encontraban dos libreros abarrotados de libros y discos de acetato. Del material bibliográfico sólo me interesaban los Atlas, sabía de memoria las banderas del mundo y la gran mayoría de las capitales. En los discos supe de la existencia de Óscar Chávez, con él aprendí lo que es una parodia; tarareaba, como hoy, las canciones de The Beatles; me autoflagelaba (no concibo que sea distinto) con Manuel Bernal y su interpretación del "Credo" o con una pieza larguísima de The Ono Plastic Band (que contaba entre sus integrantes a John Lennon y Yoko Ono) la cual tenía una duración de cuarenta y cinco minutos de gritos.
Sería una de esas ocasiones de acomodo y desacomodo (ahora sé que se llama exploración libre del acervo), cuando dí con Cien años de soledad. El encuentro fue una explosión en mi interior. Era maravilloso imaginarme a un gitano y a Aureliano Buendía con la lupa, el imán, el hielo. Ese primer capítulo me atraparía no sólo en el libro, no sólo en su historia, sino en la lectura en general. Realmente entendí muy poco, pero lo que sucedía en mi interior, era motivo suficiente para seguir leyendo. Dios daba prueba de su existencia porque nadie me iba a preguntar de la lectura. Si en eso consitía el leer, entonces podría decir sin empacho: "Dejad que los libros se acerquen a mi".
Han pasado más de veinte años de aquel encuentro. He vuelto a tomar el mismo título en mis manos. Y han saltado sobre mi, salvajes, seductoras, explosivas, las palabras y frases que había pasado por alto en la primera lectura. Los encuentros amorosos entre José Arcadio y Rebeca; entre José Arcadio y Pilar Ternera; la hsitoria de amor de Mauricio Babilonia y Meme, enriquecen ese recuerdo del primer capítulo. Sin lugar a dudas, mucho contribuyeron las letras de Álvaro Mutis, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Víctor García de la Concha, Claudio Guillén, Pedro Luis Barcia, Juan Gustavo Cobo Borda, Gonzalo Celorio y Sergio Ramírez. Sin dejar fuera, desde luego, al propio autor y su obra Vivir para contarla.
GARCÍA Márquez, Gabriel: Cien años de soledad, España, Diana, 2007, 666 p.
Publicado en "La Gualdra", suplemento cultural de La Jornada Zacatecas, octubre 3 de 2011.